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sábado, 20 de diciembre de 2008

RELATO CORTO



LA HACIENDA
Micaela estaba allí. Como cada tarde. Su mecedora, la misma de siempre. Espaciendo
a sorbos la vida y frente al mosaico oculto del mundo; porque para ella el mundo era
ese; el suyo. Lo demás formaba parte de un pasado donde los recuerdos se agolpan en
su memoria.
Su personal historia aparece invisible a todos los que la rodean, tratándo de perseverar
ese imposible retorno a la ignorancia para no emborronar su mundo, pues desea
conservarlo así. A diario se encuentra en ese limbo de algodón que separa la vigilia
del sueño, jugando a imaginarse estar en aquel día de verano llegando a La Hacienda.
Hacía calor y estaba cansada. En sus manos inocentes traía muchos sueños. En su
mirada transparente la interrogante de saber. Jugando a imaginar las mil caras de la
luz y aprendiendo a conocerse mejor en el centro de toda aquella inmensidad.
Allí, su corazón fué conquistado una mañana. Entre las cajas de madera de un
almacen de tomates donde trabajaba. Al poco tiempo ya no caminba sola, por sus
pasos tenían compañía.
Era la aparcera y año tras año desempeñó su misión junto a la de ser
esposa, madre, pero sobre todas las cosas mujer. Y como tal siempre arañaba unos
momentos de su descanso para reunirse con sus amigas, aparceras también, para
sentarse a coser algunos trozos de tela, hacíendose un vestido nuevo para las fiestas.
Aún así, conseguía ahorrar un trozo de la misma para hacerle una blusa a su chica la
más vieja y un pantalón para el pequeño.
.Aparcera. Siempre lo suficientemente fuerte para trabajar. Por eso su padre la trajo
aquel día de verano a La Hacienda, con el fin de que se labrara un futuro. Abnegada
y espiritual, tratando de inculcar a sus hijos los valores religiosos, a pesar de no
entenderlos bien.
Ahora, frente a esa inmensidad, se reconoce en cada flor, en cada rincón, en cada
árbol. Los recuerdos fluyen de sus ajadas manos, como ramas secas en el devenir de
los días. Recuerda con especial nostalgia el día que recibió la visita de Daniel, el nieto
mayor de su tío Antonio, que partió para las américas y le volvió a ver. Todos siguen
junto a ella aunque no estén aquí. La Hacienda se ha quedado como un pueblo
fantasma amerced del viento. En ella siguen vivas sus voces, sus ruidos, sus olores.
La casa que su padre le dejó al morir, que fué el escenario de su propia vida.
Cada mañana se despierta con la esperanza de verles aparecer por allí. Siempre
esperará en su mecedora, la de siempre. Aquella que un día su abuelo compró a su
abuela el día que se casaron.
"Suena el timbre y se anuncia que el horario de visitas ha terminado por hoy. Por los
pasillos el ir y venir de los visitantes hace presagiar que, una vez hayan cuzado la
verja del jardín, dejarán atrás todo éste mundo de recuerdo, de ausencias, de memorias
y también de personas oculto tras un velo empapado y gris".
Una mano amiga ayuda a Micaela a levantarse de su mecedora y a caminar. El sol de
otra tarde se resiste a abandonarla, bañando de tibieza su ausente mirada.
Hanah Valentin



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