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domingo, 18 de septiembre de 2011

LA HACIENDA

Antigua hacienda Victoria, Venezuela.

Micaela estaba allí. Como cada tarde. Su mecedora, la misma de siempre. Espaciando a sorbos la vida y frente al mosaico oculto del mundo, porque para ella el mundo era ese, el suyo. Lo demás formaba parte de un pasado donde los recuerdos se agolpan en su memoriaSu personal historia aparece invisible a todos cuanto la rodean tratando de perseverar ese imposible retorno a la ignorancia para no emborronar su mundo, pues desea conservarlo así.A diario se encuentra en ese limbo de algodón que separa la vigilia del sueño, jugando a imaginarse estar en aquel día de verano en el que llegó a la Hacienda.
"Hacía calor y estaba cansada y en sus manos inocentes traían muchos sueños. En su mirada la transparecia de ese interrogante del saber llamado curiosidad. Jugando a imaginar las mil caras de la luz y aprendiendo a conocerse mejor en el centro de toda aquella inmensidad.
Allí su corazón fué conquistado una mañana entre las cajas de madera de un almacen de tomates donde trabajaba. Al poco tiempo ya no caminaba sola pues sus pasos tenían compañia. Era la aparcera y año tras año desempeñó su misión junto a la de ser esposa, madre, pero sobre todas las cosas, mujer. Y como tal siempre arañaba unos momentos de su descanso para reunirse con sus amigas, aparceras también, y sentarse a coser algunos trozos de tela y hacerse un vestido para las fiestas. Aún así conseguía ahorrar un trozo de la misma para hacerle una blusa a su chica, la más vieja, y un pantalón para el pequeño. Aparcera, siempre lo suficientemente fuerte para trabajar por eso su padre la trajo aquel día de verano a la hacienda con el fin de que se labrara un futuro. Abnegada y espiritual, tratando de inculcar a sus hijos los valores de la vida a pesar de no entenderlos bien. Ahora, frente a esa inmensidad se reconoce en cada flor, en cada rincón, en cada árbol. Los recuerdos fluyen de sus ajadas manos como ramas secas en el devenir de los días. Recuerda con especial nostal el día que recibió la visita de Daniel, el nieto mayor de su tío Antonio que partió para  América y no le volvió a ver. Todos siguen junto a ella aunque no estén aqui. La hacienda se ha quedado como un pueblo fantasma a merced del viento. En ella siguen vivas sus voces, sus ruidos, sus olores. La casa que que su padre le dejó al morir y que fué el escenario de su propia vida. Cada día se despierta con la esperanza de verle aparecer por allí. Siempre esperará en su mecedora, la de siempre. Aquella que un día su abuelo compró a su abuela el día que se casaron. Suena el timbre y se anuncia que el horario de visitas ha terminado. Por los pasillos el ir y venir de los visitantes hace presagiar que, una vez hayan cruzado la berja del jardín, dejarán atrás todo este mundo de recuerdos, de ausencias, de memorias y también de personas oculto tras un velo empapado y gris. Una mano amiga ayuda a Micaela a levantarse de su mecdora y caminar.  El sol de otra tarde se resiste a abandonarla bañando de tibieza su ausente mirada. Ana Valentín.

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